La luna nos habla Iván Ortega
La luna nos habla con un fino y continuo silencio
sin esa trémula y lejana voz de las estrellas.
La luna no olvida, no abandona ningún recuerdo.
La luna es la que cambia pero jamás olvida.
Su corazón le late frío en el pecho de las sombras,
que le dicen: nunca te han de amar.
La luna no pide amor, tan sólo ama.
Sin buscarnos nos encuentra
siempre desnudos, a veces de sol, de esperanzas.
La Luna llora como una blanca alondra
que esta enjaulada y sola, sola, sola…
golpeándose inmóvil y tranquila;
sollozando porque no ha de besar al mar.
La luna añora del mar tan sólo una caricia
sentada como pálida sirena en los arrecifes de la soledad.
La luna recorre el cielo, no puede hacer más, no le dejan;
quisiera arrancarse los hilos y al fin ahogar su pena
al calor del vino en un bar de exiliados.
Siempre se está subiendo y cayendo,
siempre trepando la misma vena de su existencia,
siempre, siempre, siempre sin descansar.
La luna parece ya no esperar nada
siempre esta ahí, alumbrando lo que no ha de besar;
sabe que nunca la han de besar ni siquiera el viento.
Un simple beso es su deseo inalcanzable,
la insoportable fantasía de su realidad.
La luna no duerme en nubes, en sabanas,
ni siquiera conoce el sueño.
La luna no tiene brazos, no tiene piernas, ni siquiera sexo
tan sólo tiene unas etéreas alas sin razón de ser.
La luna ha sido escrita en novelas, poemas, canciones,
dibujada sobre telas, rocas, brazos, espaldas;
ha despertado dudas, ilusiones, amores y pasiones…
La luna es la musa por excelencia;
la más bella, la más preciada, la más solicitada;
pero, pese a todo, sigue siendo la más solitaria.
La luna, cuando en la oscuridad abre su parpado para darnos gozo
en las arenas de su cuerpo le deviene el espanto;
la sombra de la tierra crece para ahorcarla
y nuestros ingratos ojos le creen sonreír.
La luna no puede bajar, no puede huir
porque si huye no tendría a donde ir
sin labios para sorber lagos,
sin piernas para andar prados,
sin manos para alejar los males,
sin barcas para recorrer los mares,
no haría más que rodar, rodar y rodar
encontrando desiertos donde hubo selvas
miseria donde existió abundancia,
hallaría a la madre tierra sepultada,
como una exiliada rodaría sin más miradas;
no puede bajar porque si baja la devoran los humanos.
La luna emerge del pozo del horizonte
sigilosa, roja o amarilla,
siempre sedienta a mirar el agua,
esa insignificante agua que lo es todo
cuando a veces se desborda de nuestros ojos.
Sale a conversar con lo poetas,
con esos locos que conocen el leguaje del silencio,
con esos otros que saben del duro arte de saberse solos,
y hablan de las cosas sagradas,
de las cosas profundas y sencillas,
y toda la noche ríen, lloran, cantan, callan…
amantes que lucen tan lejanos en su mirar
y tan cercanos en su penar.
Antes de llegar el alba se envían un beso;
y en el aire, de un verso, se escriben un adiós.
Resignados en sus vidas se guardan
pues la muerte una vez más les paso de largo.
La luna que siempre camina conmigo
jamás podrá estar cerca de mí.
Pobre luna, llena o vacía, menguante o nueva,
jamás podrá sentirse ni brillar completa.
ERNESTO
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